Mario Benedetti, un
autor comunicante
Mario Benedetti
nació para la literatura en 1945 con su libro inicial, La víspera indeleble, emblema además de la andadura de la
generación uruguaya que lleva el nombre de aquel año (como «la generación
crítica», en palabras de Ángel Rama, se la conoce también), que tiene en
nuestro autor una de sus más altas figuras literarias y que encontró su
epicentro en el gran semanario Marcha de Carlos Quijano.
Desde entonces, Benedetti ha desarrollado un trabajo intelectual que abarca
todos los géneros y pone en práctica una amplia variedad de registros: él es el
poeta de Cotidianas, Poemas de otros, Viento del
exilio, Las soledades de Babely los demás libros
reunidos en los sucesivos volúmenes de Inventario; es el gran
novelista de Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, Primavera
con una esquina rota o La borra del
café; el excelente cuentista deMontevideanos, La muerte y otras sorpresas, Con y sin
nostalgia o Geografías, y el dramaturgo
de El reportaje, Ida y vuelta oPedro y el capitán. Pero Benedetti es
también el escritor político de Crónicas del 71 o Terremoto y después, el mordaz humorista de Mejor es meneallo, el brillante ensayista de El escritor latinoamericano y la revolución posible o La realidad y la palabra, y el intelectual comprometido (en
todos los sentidos: un hombre de su tiempo que se niega a cerrar los ojos y
dice lo que ve) artífice de esa trayectoria de lúcidas reflexiones sobre la
literatura y la realidad que se inició con Peripecia
y novelay el polémico El país de la cola de paja, y se consolidaría
con los imprescindibles Articulario, Literatura uruguaya siglo XX yEl ejercicio del criterio, recopilaciones en las que no está
todo, pero está lo que su autor considera fundamental.
A ese lector
Benedetti lo conquista literariamente para movilizarlo humanamente, y esa
vocación comunicante es, tal vez, la característica que mejor define la obra
del autor, no sólo porque nadie ha apelado con tanta frecuencia y tan
explícitamente como él a ese «lector-mi-prójimo», sino además porque, en justa
correspondencia, pocos poetas disfrutan de un público tan fiel y tan masivo, en
el que se incluyen sectores habitualmente ajenos a la literatura. Y esa amplia
resonancia es, indudablemente, un síntoma de buena comunicación.
Ahora bien: el
empeño confesado por conseguir esa resonancia no se manifiesta a través de
concesiones al facilismo, todo lo contrario. En su relación con el lector,
Benedetti deja claro que el buen escritor ha de ser un «provocador», porque
«cuando uno quiere a alguien -explica- es lógico que procure elevarlo y no
disminuirlo, abrirle los ojos y no cubrírselos con una venda». Naturalmente,
una comunicación de ese tipo exige utilizar un código fácilmente descifrable
por el destinatario, de ahí que otro de los rasgos más llamativos de su
escritura sea el lenguaje accesible, la sencillez sintáctica y la modalidad
expresiva y estilística cercana al registro conversacional. Pero esa sencillez
del lenguaje, también lo ha dicho Benedetti muchas veces, no es más que el
instrumento de una actitud -lo cual es mucho más que una técnica literaria- cuyos antecedentes
remonta el autor hasta esa obsesión por hablar claro que detecta en Antonio
Machado y que define como «un modo peculiar y eficacísimo de meterse en
honduras y de traernos desde ellas sus convicciones más lúcidas y
conmovedoras».
La lectura de los
numerosos artículos y ensayos que Benedetti ha publicado a lo largo de treinta
años, da pruebas suficientes de cuál es la finalidad de ese instrumento, es
decir, de la comunicación de qué contenidos, de qué honduras, interesa
preocuparse. Pero, como comunicar es también seducir, persuadir, esta escritura
comunicante no se limita a dar testimonio de una determinada experiencia, sino
que, a mi juicio, se sustenta precisamente en la voluntad de crear las
condiciones artísticas necesarias para que en el lector se reproduzca esa
experiencia narrada por el escritor. Algo que Benedetti ha defendido siempre es
que un escritor no termina en su obra, sino en sus actitudes, naturalmente
porque él está moralmente capacitado para hacerlo. Sin duda esta circunstancia
-el respaldo vital de la obra literaria- es otra de las características que
podríamos incluir entre los elementos constitutivos del éxito del autor,
indiscutible casi desde sus comienzos.
Por eso ya en
ensayos tempranos como Ideas y actitudes en
circulación (1963), Benedetti exponía algo así como un programa contra la literatura falluta (hipócrita, tramposa, servil), que
establece la honestidad y la consecuencia como condiciones imprescindibles de
la literatura comunicante. Por una parte, porque la única autoridad para
ejemplarizar y movilizar a través de la comunicación de determinados mensajes
-objetivo del esfuerzo estético- se la da al escritor una actitud que reafirme
sus planteamientos escritos, y no que los contradiga en la práctica; por otra
parte, porque sólo a partir de la propia experiencia, de las propias dudas y
certezas más sinceras, puede disponer el autor de un registro que no suene
escandalosamente a falso y que sea capaz de interesar a un lector que quizá se
hace las mismas preguntas o trata de explicarse los mismos enigmas.
Estos mismos temas
centran muchas de las reflexiones de los ensayos de Benedetti, en los que
analiza las relaciones entre acción y creación literaria, estudia las
posibilidades y la utilidad de estrechar los vínculos con el lector, y se
plantea inquietudes relacionadas no sólo con el hacer, sino sobre todo
con el querer hacer del escritor, con
sus intenciones. Éstas, según sugieren sus textos, están relacionadas con la
práctica de un tipo de comunicación en la que el escritor debe enfrentar una
doble responsabilidad: la artística, es decir, el compromiso con la calidad
estética de su obra, por un lado, y por otro, inseparable, la responsabilidad
que conlleva la presencia ineludible del prójimo y el compromiso que
voluntariamente ha contraído con él, en el que se reafirma a menudo, por
ejemplo, con versos como éstos:
me consta y sé
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas
Esta intención
confesada de ser voz, pero además
intentar ser portavoz, se traduce en la
puesta en práctica de un registro de escritura que activa la complicidad (otra de las nociones fundamentales
de la poética de Benedetti), estrategia que permite al lector descifrar un
guiño, reconocer indicios de afinidad, y así, iniciar o consolidar un vínculo
afectivo con la obra. Ahí empezaría lo fundamental, pues ya en un ensayo de
1967 sobre Rubén Darío, nuestro autor planteaba que la prueba infalible que
permite reconocer a los grandes creadores es que éstos «nos conmueven, en el
intelecto o en la entraña, y, al conmovernos, nos cambian, nos transforman»,
aclarando así de qué comunicación nos habla y de qué honduras interesa
ocuparse. Parece claro: la capacidad de acción de la creación literaria depende
de su capacidad de persuasión y la comunicación se establece para la
«transformación» del lector. Para Benedetti, la acción (que sobre todo es
acción mental) está provocada por una obra que formula preguntas, siembra dudas
y moviliza rebeldías; esa acción mental, dice, «puede suponer el desenlace de
la contradicción interna, la solución de la controversia, un paso al frente, o
hacia atrás, pero siempre un movimiento decisivo», porque gracias a ella se
comprueba la validez o la caducidad de los presupuestos mentales, de las
opiniones, de los principios. Y esa acción es también un modo muy efectivo de
seducción artística, porque el lector no puede más que sentirse atraído por
algo que lo ayuda a definirse mejor. «Esa extraña operación de franqueza
-intuye- tiene, indudablemente, un atractivo muy particular para el lector, y
no creo que aquí pesen los tan comunes ingredientes de una enfermiza,
escudriñante curiosidad: no, simplemente se trata del interés que despierta
toda experiencia humana auténtica. Hay un lector que de algún modo se inscribe
como testigo, como destinatario, como interlocutor».
Creo que la
confluencia en ese punto de todas las vertientes de su obra es lo que hace de
Benedetti un autor comprometido, sin duda, pero sobre todo comprometedor. Quiero decir: su obra consigue
establecer una situación interpretativa en la que el registro utilizado elimina
las distancias e invita al lector a sentirse destinatario y conmovido por un
mensaje para el que se produce una inmediata atribución de significados
personales; un mensaje que lo compromete por entero, «en el intelecto y en la
entraña», como diría él, porque el ejercicio de su lectura no sólo pone al
lector en comunicación con el autor, sino especialmente consigo mismo. Y
conviene recordar al respecto que esa noción de compromiso adquiere en la obra
de Benedetti proporciones muy amplias, que abarcan desde el significado más
estrictamente político hasta el sentido más «elemental»; es decir, el
compromiso entendido básicamente como la voluntad de cumplir y exigir
cumplimiento de la palabra dada; el compromiso entendido como deseo de rescatar
lo auténtico, oculto a veces bajo diferentes formas de estafa oficial o
individual, porque también el propio individuo con demasiada frecuencia se
estafa a sí mismo. En resumen: el compromiso -ese «convaleciente»- se traduce
en la obra de Benedetti como «un estado de ánimo» y se ofrece como antídoto
contra la instalación del engaño, la frivolidad y la hipocresía en zonas de
importancia vital. Por eso su lección de autenticidad se aplica, por supuesto,
a lo político y lo social, pero se concreta también, o sobre todo, en la
intimidad del ser humano. Surgen entonces los poemas de amor con trasfondo
político y esos otros poemas tan característicos, de un fuerte contenido
político, pero que también acaban siendo canciones de amor. Sobre estas
confluencias bromea (pero opina) el autor:
No creo que haya en esto una contradicción, porque la política es
también una forma del amor (aunque no viceversa). Hay que aventar cierta
mentirosa imagen que suele presentar al luchador político como un ser tan
riguroso en su disciplina, que es incapaz de amar como cualquier hijo de
vecina, e incluso a la hija del vecino, sobre todo si está bien de piernas e
ideología. El amor no es un artículo suntuario, sino una necesidad vital del
ser humano. Y no pensamos avergonzarnos de semejante realismo.
De semejante
realismo surgen también algunas de las más hondas preguntas de Benedetti, al
azar, al lector o a sí mismo; otros temas, como la reivindicación del
optimismo, las diferentes Terapias propuestas contra la tentación del
precipicio, la invitación a rescatar de la clandestinidad esa «vieja costumbre
de sentir» (otro de los derechos humanos fundamentales, recuerda el autor), y
otros muchos temas de difícil clasificación, que responden también a los
presupuestos de una práctica literaria donde todo parece confluir hacia el
reclutamiento del prójimo-lector para un nuevo humanismo practicado sin
rubores, por el que, además de una ideología aceptable, se pueda obtener
conciencia, sensibilidad y osadía suficientes para responder ante cada
coyuntura de la realidad con un sentido más lúcido y más vital de lo que
ocurre. Es lo que él llamó «la reforma anímica (o sea, del ánimo y del ánima)».
El poder de
seducción que ejerce sobre sus lectores esta escritura comunicante a través del
fondo de verdad emocional de sus personajes, de las preguntas que a menudo
plantean sus versos y de la hondura de sus reflexiones, da como resultado una
resonancia que anula distancias geográficas o generacionales. La obra de
Benedetti es esencialmente uruguaya, montevideana, sí, pero no sólo es eso: ha
logrado universalizar la experiencia de un tiempo y un lugar específicos, partiendo
quizá de sus prójimos más próximos, pero ahondando, con la destreza de quien
sabe hacer que nada humano le sea ajeno, en las preguntas que a todos nos
aluden y en los enigmas que a todos nos conciernen: el amor, el dolor, el
miedo, la alegría, el odio, la envidia, la amistad, la soledad, la plenitud, el
tedio. Por eso Benedetti es de los autores más leídos en todos los países de
nuestro idioma, además de en innumerables traducciones: su obra recorre todas
las edades humanas, y ningún sentimiento ni circunstancia son extraños al poder
de su escritura. «Ha escrito lo que muchos sentíamos que necesitaba ser escrito
-resume José Emilio Pacheco-, de ahí la respuesta excepcional y acaso
irrepetible despertada por sus libros».
Remedios Mataix